Texto por Constanza Jorquera e ilustración por Marta Barrales.
Un grupo de treinta senadores de distintos partidos políticos presentó un proyecto de ley que garantice la distribución gratuita de productos de higiene menstrual en instituciones públicas como escuelas, centros de salud, recintos penitenciarios, albergues y a personas en situación de calle. El pasado 28 de enero, la propuesta fue respaldada por la unanimidad de la Sala.
Estos productos son considerados un bien de primera necesidad y significan una carga económica inevitable para las mujeres. Se calcula que en Chile, las mujeres gastan en promedio $4000 en productos de higiene menstrual, lo cual consideramos que está bastante alejado de la realidad por las propias características de los ciclos menstruales de las mujeres y personas menstruantes, donde en la mayoría de las veces, ese gasto se eleva.
El fenómeno constituye una dimensión más de la violencia sistémica de la que históricamente hemos sido víctimas. El alto precio de estos productos es una práctica discriminatoria hacia nosotras solo por el hecho de ser mujeres, ya que este precio incluye el impuesto al valor agregado (IVA) del 19%, que es el principal gravamen al consumo en Chile.
Internacionalmente, se le conoce como impuesto al género o impuesto rosa, referido al sobreprecio de productos similares a los que usan los hombres como, por ejemplo, máquinas de afeitar, desodorantes y otros productos generalmente asociados a la higiene personal; y eso que no estamos considerando los recursos extras que se deben dedicar a productos asociados a la maternidad y el alto gasto en métodos anticonceptivos.
Este sobreprecio sería un fenómeno común en distintos países, como consecuencia de la estrecha vinculación entre la mujer y el hogar, entre la mujer y lo doméstico, lo que explicaría su mayor peso en las decisiones de consumo. Por lo tanto, el ser más activas las mujeres en el mercado las convierte en un target perfecto para dedicar el marketing y las estrategias de consumo. Esto pesaría más que la situación laboral de la mujer y su nivel de educación.
Biblioteca del Congreso Nacional de Chile (2018).
El impuesto rosa es una forma de discriminación hacia las mujeres que ha pasado desapercibida durante mucho tiempo y que se puede combatir de múltiples formas, comenzando con la educación desde sus inicios para terminar con el tabú alrededor de la menstruación, la instalación de este tema en el debate público mediante campañas de concientización y debate en los medios de comunicación, difusión de estudios sobre la problemática y mayor fiscalización a las compañías encargadas de la producción y distribución de estos productos, a las farmacias y supermercados.
En países como Estados Unidos, Canadá, Francia, Colombia y Argentina se han implementado medidas para regular el precio de estos productos y, pese a lo tardío es muy positivo que por fin se esté discutiendo en nuestro país, de modo que debemos estar constantemente monitoreando el avance del proyecto y que efectivamente se legisle, apruebe e implemente esta nueva ley en un plazo considerable.
También debemos exigir que esta ley no solo considere la entrega gratuita de productos en instituciones públicas, lo cual es un avance, sino que en su totalidad se regulen los precios de todos los productos de uso obligado para las mujeres y personas menstruantes, como los de higiene menstrual y anticonceptivos, así como igualar los precios de aquellos productos que usamos todas las personas por igual.
¿Por qué pagamos un precio más alto? Las compañías detrás de estos productos plantean que las mujeres están más dispuestas a pagar por productos de higiene personal que los hombres. Ello se relacionado con que, de acuerdo al Banco Mundial, las mujeres representan aproximadamente el 70% de las decisiones de compra en todo el mundo. Literalmente, debemos pagar por una máquina de afeitar o un cepillo de dientes porque son rosados y según el empaque del producto es “adecuado para las mujeres”.
Este planteamiento reproduce la voraz lógica del libre mercado donde las personas individuales, en cuanto racionales, son libres de decidir qué comprar en base a su propio cálculo de costo-beneficio. Esto es falso, ya que en nuestra posición como consumidoras, no podemos controlar lo que hacen las compañías productoras sobre los materiales que utilizan, tampoco conocemos si éstos son peligrosos para nuestra salud y nos vemos obligadas a utilizar lo que está disponible en “el mercado”.
Existe un condicionamiento social, sí, hola otra vez patriarcado, que reproduce prácticas que nos crean necesidades, es decir, los roles de género impuestos llevan a un imaginario social en el cual las mujeres debemos tener una apariencia y comportamiento higienizado, asociado a la construcción histórica de lo femenino. Debemos vernos bellas, suaves, oler bien, sin vellos, una imagen etérea asociada a la juventud, la inocencia y la pureza, como una pintura renacentista. La paradoja es que nos obligan a cumplir con estos estándares y además pagar más para cumplirlos.
Esto crea una presión sumamente violenta para nosotras, la cual tenemos completamente naturalizada, porque estamos sistemáticamente sometidas al escrutinio social. Aquello que es propio de nuestros cuerpos, como la menstruación, debe estar oculto, pues es privado y es considerado de mal gusto, asqueroso, sucio y tabú que se visibilice en el espacio público.
Cuando se publicó la noticia sobre el proyecto de ley en la Cámara Alta, no pude evitar leer los comentarios. Pese a que no me sorprendió para nada lo que leí, no deja de ser violento confirmar ciertas visiones que se repiten, especialmente en los hombres (leí a muchas mujeres también), los cuales se quejaban de que las mujeres queremos todo gratis; que la higiene femenina es algo personal y, por lo tanto, debemos hacernos cargo; que si las mujeres obteníamos beneficios los hombres deberían tener cigarrillos, alcohol y preservativos gratis, entre otros insultos que no vale la pena escribir.
Claramente, esas personas no entienden nada.
Se supone que en nuestro ordenamiento jurídico todas las personas son iguales ante la ley y que nadie puede tener privilegios o excepciones respecto a otres. En este sentido, podemos darle dos lecturas. La primera es que, si somos iguales, las mujeres no deberíamos ser “beneficiadas con cosas gratis”; mientras que la segunda es que el Estado jamás nos ha garantizado igualdad, no tenemos privilegios y que al ser la mitad de población, históricamente oprimidas y violentadas, se debe corregir, incluso en algo tan básico y horrible como la desigualdad, aquellos elementos que merman nuestra calidad de vida.
La brecha salarial es enorme, por ende, recibimos un menor salario que los hombres, existe una gran cantidad de hogares cuya jefa de hogar es la mujer, además las mujeres son las más afectadas por la precariedad laboral, pobreza y violencia multidimensional, además de ser más vulnerables, en especial aquellas que están al cuidado de sus hijes y familiares. Eso significa que destinar tanta cantidad de dinero a productos de primera necesidad es inaceptable.
Sistemáticamente nuestros derechos son vulnerados, y el impuesto rosa es ejemplo de ello, de modo que el Estado debe trabajar por corregir la desigualdad estructural y condenar estas prácticas abusivas de los productos de uso femenino, pues viola la garantía de igualdad que está garantizada por la Constitución.
Sumado a esto, Chile forma parte de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) que en su artículo 1 señala:
A los efectos de la presente Convención, la expresión “discriminación contra la mujer” denotará toda distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, independientemente de su estado civil, sobre la base de la igualdad del hombre y la mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera.
ONU. Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer
Por lo tanto, si tomamos como referentes nuestro ordenamiento jurídico nacional y las convenciones internacionales a las que el Estado de Chile adhiere, esto es un problema mayor.
Como en este país el libre mercado es tan importante, si nos remitimos a la Ley N° 19.496 que establece normas sobre protección de los derechos de los consumidores y específicamente señala la no discriminación arbitraria por parte de empresas proveedoras de bienes o servicios y que se deben favorecer las acciones colectivas cuando se vulneran los derechos de los consumidores. Por lo tanto, el impuesto rosa es una práctica que nos priva de un trato digno y equitativo, siendo discriminadas por nuestra condición de mujeres.
No obstante, la reflexión que se pretende instalar en este post está enfocada en nosotras como mujeres y cómo vivimos en la sociedad. El contexto actual nos abre una gran ventana de oportunidad para reforzar nuestra presencia pública como actoras políticas, y podemos usar todas las plataformas y estrategias disponibles para visibilizar la politización de nuestras experiencias, visiones de mundo, así como nuestras vulnerabilidades, precariedades, dolores, las cuales se han agudizado en los últimos treinta años.
Las feministas repetimos una y otra vez que “lo personal es político”, pero la sociedad machista y violenta no lo comprende ni lo asume como una realidad, Este lema de la segunda ola del feminismo occidental pertenece al ensayo del mismo nombre de la autora feminista radical y activista Carol Hanisch, que forma parte de Notes from the Second Year: Women’s Liberation, editado por Shulamith “Shulie” Firestone y Anne Koedt, y publicado en 1970.
El objetivo era promover la poderosa idea de la importancia de las dimensiones políticas en la vida privada, que las relaciones de poder formaban para central de la vida de las mujeres en el hogar, matrimonio, el cuidado de los hijos, el trabajo y en su propia existencia.
La gran crítica desde fines de la década de 1960 a las activistas de la primera ola era su incapacidad de discutir sobre los llamados “problemas personales” en el debate público, como el sexo, el aborto, la violencia doméstica y el cuerpo, pues estaban enfocadas en alcanzar derechos políticos y civiles, que forman parte de los usualmente llamados “macro temas”, como el derecho a sufragio, derechos laborales y la igualdad de salario.
Como mujer de movimiento, he sido presionada para ser fuerte, desinteresada, orientada a los demás, sacrificada y, en general, más o menos en control de mi propia vida. Admitir los problemas de mi vida es ser considerada débil. Entonces, quiero ser una mujer fuerte, en términos de movimiento, y no admitir que tengo problemas reales para los que no puedo encontrar una solución personal (excepto aquellos directamente relacionados con el sistema capitalista). En este momento, es una acción política decirlo como es, decir lo que realmente creo sobre mi vida en lugar de lo que siempre me han dicho que diga.
Entonces, la razón por la que participo en estas reuniones no es para resolver ningún problema personal. Una de las primeras cosas que descubrimos en estos grupos es que los problemas personales son problemas políticos. No hay soluciones personales en este momento. Solo hay acción colectiva para una solución colectiva.
Carol Hanisch. Lo personal es político (1970).
En este debate es importante reflexionar quiénes se benefician de la opresión hacia las mujeres y qué podemos hacer para acabarla. Entender que no somos culpables de nuestra opresión, que no debemos ser cómplices de ella y debemos exigir al Estado que garantice las condiciones aptas para el desarrollo de nuestras vidas.
¿Cómo llevamos esta idea a este tema?
Dado que es muy complejo que los movimientos feministas aborden la causa raíz de la opresión y desigualdades, que es la condición de la mujer como “segundo sexo”, lo cual no quiere decir que no debemos hacernos cargo de esa raíz, un primer paso es entender que lo personal y social están conectados y tomar consciencia de los medios que habitamos a través de los cuales se politiza lo personal.
Al ser el patriarcado omnipresente, la asociación de la politización de lo personal con la política emancipadora tiene que ver con el activismo comunitario y, a nivel personal, conectarnos con nuestros cuerpos, salud, consumo, experiencias y cómo podemos compartir esa conexión con otras mujeres.
El anuncio del proyecto de ley en el Senado, leer y conversar sobre el impuesto rosa nos lleva inevitablemente a discutir sobre algo tan primario y olvidado como es la menstruación.
Estoy segura de que uno de nuestros mayores temores cuando estamos en periodo de menstruación es que nuestra ropa se manche. Desde nuestra infancia, a través de la publicidad de productos de higiene femenina y en nuestra socialización, asumimos rápidamente la idea, que se queda como un cemento indestructible en nuestras cabezas, de que la menstruación es algo privado, que ser una persona menstruante te expone a la vergüenza, burlas y aislamiento.
Para quienes menstrúan, significa que debemos cambiar toda nuestra rutina, ropa, actividades, para intentar vivir “con normalidad” y que nadie se de cuenta de que estamos pasando por “esos días”. ¿Se dan cuenta de que siempre se usan eufemismos para hablar de la menstruación? esos días, periodo, estar enferma, estar con la regla, entre otras.
En Kazajistán seguimos sin poder llamar a la menstruación por su nombre. La gente utiliza eufemismos como “la tía roja”, “esos días” o “el ejército rojo”. Mi mamá es pediatra, y cuanto tuve mi primera regla me dio un trozo de tela, sin explicarme para qué era ni cómo utilizarlo. En el colegio, si la regla le cala la ropa a una niña, todas se ríen de ella, y la profesora la manda a casa. Hay personas que entierran fuera las bragas con sangre, mientras que otras utilizan trapos contaminados, que les causan daños reproductivos.
Testimonio de Zhanar Sekerbayeva, activista y fundadora de la ONG Feminita, para Amnistía Internacional.
La menstruación es algo personal de las mujeres, de modo que si se ve cualquier cosa relacionada a ella, en especial sangre y nos manchamos, es decir, la sangre entra en contacto con el espacio público, se nos considera poco preocupadas de nosotras mismas y sucias. Nuestra sangre es mala para la sociedad y debe ser ocultada.
Recuerdo que en el colegio (estudié en uno mixto) era un tema ocultar las toallas higiénicas, ir al baño sin que los compañeros se dieran cuenta, envolver todo muy bien para que en el baño no quedara rastro alguno de sangre, tampón o toalla higiénica, pedir ayuda a las amigas entre susurros cuando necesitábamos toallas higiénicas y para que se fijaran si se había manchado nuestra ropa. Para muchas, todavía lo es, pero hago referencia a la etapa adolescente y la juventud, porque es cuando estamos formando nuestra identidad, nuestros cuerpos cambian y somos mucho más sensibles a las percepciones de les demás.
Como plantea Simone de Beauvoir en El Segundo Sexo, dado que las personas existen cuando son libres y son responsables de sus vidas en tanto tienen libertad para tomar sus propias decisiones, en el caso de las mujeres, ésta se ve derrumbada por las vivencias de nuestros procesos biológicos como la menstruación y la maternidad, pues se asocia a los roles de género que materializan esta supuesta fragilidad para limitar nuestros derechos.
Como las mujeres constituyen “un otro”, han sido históricamente consideradas desviadas y anormales. La menstruación no es solamente el fluido de sangre una vez al mes, sino que a ese proceso biológico se le asocian efectos sociales que limitan nuestro accionar en la comunidad. El patriarcado condena nuestro sexo a una serie de prácticas violentas, las cuales vienen desde la antigüedad, como en muchos documentos donde se asocia la menstruación con la impureza, la inmundicia y la enfermedad.
En un sistema capitalista, eso lleva a que las mujeres deban ser castigadas económicamente al pagar altos precios por productos llamados de “higiene femenina”, pues todo rastro de menstruación debe limpiarse y eliminarse.
Ser funcionales a una sociedad higienizada está condicionada a nuestra capacidad de consumo. Eso lleva a un tema directamente asociado con esta discusión que es la llamada “pobreza menstrual”, que es aquella falta de acceso a productos sanitarios, educación sobre higiene menstrual, acceso a instalaciones como baños con agua potable y gestión de desechos. El proyecto de ley busca abordar en una mínima parte la dimensión del acceso.
Existe un gran desconocimiento sobre nuestro ciclo menstrual, pues al asociarse a dolor e incomodidad, y al juicio social que nos ve como “enfermas” y “sucias”, tendemos a negarlo de nuestras vidas, desconectarnos de nuestros cuerpos para ser funcionales a la estructura productiva a la que pertenecemos. Así como no sabemos mucho de nuestras vulvas y vaginas, mientras más dentro esté en nuestro cuerpo, menos sabemos.
Se nos enseña que el útero existe para albergar el feto en crecimiento, que tiene algo llamado endometrio que se convierte en menstruación y las miles de enfermedades que podemos tener en nuestro aparato reproductivo. Los libros de biología del colegio con dibujos y cero educación sexual integral, el tabú social, el desconocimiento que también existe entre las mujeres que nos rodean y la violencia asociada a las prácticas ginecológicas obviamente conforman la peor combinación posible.
Como admito mi desconocimiento del tema, sumado a que mi experiencia con la menstruación ha sido pésima y prácticamente la eliminé de mi vida, acudí a änëmonë (te quiero mucho, eres la mejor) para conversar sobre lo que estaba escribiendo y aprendí muchísimo gracias a su visión e información. En septiembre de 2019, publicó un libro llamado Cuaderno Lunar-Menstrual de Intenciones donde podemos aprender sobre nuestro ciclo, conectarnos con nuestros cuerpos y la naturaleza, mientras avanzamos en conocernos a nosotras mismas en el proceso.
Me contaba cómo el ciclo lunar, de la agricultura y menstrual son muy similares y en la antigüedad las mujeres articulaban su menstruación con la luna y el funcionamiento de la naturaleza, y me pareció demasiado hermoso. Es el sistema patriarcal, reforzado por el capitalismo, lo que nos ha hecho olvidar esa conexión tan primaria e importante en nuestras vidas, pues incluso la constatación tan básica de que el ciclo menstrual y la menstruación no son lo mismo nos parece difícil de comprender.
Sin duda lo que más me impactó de la información que me dio es que la mala alimentación y algunas enfermedades no tratadas adecuadamente, asociado mayormente a la precariedad de la vida, influyen directamente en irregularidades y desordenes hormonales, más flujo menstrual y, por consecuencia, mayor necesidad de consumir productos de higiene menstrual a su alcance, que son las toallas higiénicas y tampones disponibles en supermercados y farmacias. Nuevamente, son las mujeres pobres las más afectadas por esta violencia.
Las mujeres son las que mayormente padecen pobreza multidimensional, concepto instalado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y entendida como las múltiples carencias que enfrentan las personas pobres al mismo tiempo en áreas como educación, salud, vivienda, entre otros; y que se mide a través del Índice de Pobreza Multidimensional – Global (IPM Global) o por metodologías nacionales, como en el caso de la Encuesta Casen o Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional.
La pobreza menstrual no forma parte de las dimensiones estandarizadas de pobreza multidimensional, pero consideramos que es consecuencia directa de ella.
En todo el mundo, la menstruación está estigmatizada. En muchas comunidades en países en desarrollo, las mujeres y niñas son apartadas durante sus periodos menstruales, las niñas no pueden asistir a la escuela y no cuentan con los productos adecuados que resguarden su salud y menos su comodidad, ni las condiciones de higiene necesarias.
Yo tenía 11 años cuando me vino la regla por primera vez. Se estaba celebrando un gran acontecimiento en mi casa, pero no me permitieron ir porque estaba menstruando. Me tuvieron escondida lejos de allí, en una habitación oscura de la casa de unos familiares. Había estado esperando ese acontecimiento con mucho entusiasmo, así que lloré hasta que se me hincharon los ojos.
Me tuvieron cinco días escondida. Cuando salí no se me permitió tocar a los miembros varones de mi familia durante 11 días ni entrar en la cocina durante 19. No tenía valor para decir a mis amigas dónde había estado; era la primera niña de mi clase que tenía la regla y estaba muy asustada.
Samikshya Koirala, ejecutiva de Amnistía Internacional Nepal.
Es muy común el uso de paños de tela no sanitizados, falta de acceso a agua potable, infraestructura sanitaria segura (algo tan básico para nosotras como baños), lo que las hace mucho más propensas a enfermedades urogenitales. Esta situación empeora aún más en situaciones de emergencia provocadas por desastres naturales y conflictos armados.
De allí que muchas organizaciones no gubernamentales, a veces mediante programas financiados por organismos internacionales y programas de cooperación con países desarrollados, intervienen con campañas de conscientización y entrega de productos sanitarios, así como capacitación para que las mujeres puedan elaborar sus propios productos menstruales y sobre el uso de, por ejemplo, la copa menstrual.
Por ejemplo, UNICEF ofrece “kits de dignidad” a mujeres y niñas, que incluyen toallas sanitarias, una linterna y un silbato para la seguridad personal al usar el baño, también proporciona instalaciones y suministros adecuados, incluidos inodoros, jabón y agua a las escuelas en algunas de las regiones más pobres. También me pareció interesante la iniciativa de estudiantes del Art Center College Design en Pasadena, Estados Unidos, que desarrollaron una mini lavadora manual portátil llamada Flo que permite lavar toallas higiénicas de tela para hacerlas reutilizables, mientras que organizaciones como Femme Internacional distribuyen copas menstruales y realiza charlas educativas sobre menstruación en comunidades en países más pobres, especialmente en África.
Si ya la carga económica-social hacia nosotras por nuestra menstruación es sumamente violenta, pudiendo acceder a productos de higiene menstrual, imagínense cómo esta violencia se multiplica hacia las mujeres más pobres y en situación de riesgo, que arriesgan incluso perder la vida producto de síndrome de shock tóxico u otras infecciones y enfermedades urogenitales, sumado a los riesgos de enfermedades de transmisión sexual, la mortalidad materna que aún es bastante alta en el mundo y de morir además por abortos no seguros.
De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud cada día mueren en todo el mundo 830 mujeres por complicaciones relacionadas con el embarazo o el parto, y entre 2010 a 2014 se produjeron en todo el mundo 25 millones de abortos peligrosos (45% de todos los abortos) al año, que se concentran en países en desarrollo, por ejemplo, 3 de cada 4 abortos practicados en África y América Latina discurrieron sin condiciones de seguridad, y entre un 4,7% y un 13,2% de la mortalidad materna anual puede atribuirse a un aborto sin condiciones de seguridad.
Efectivamente, las prácticas sustentables como el uso de las toallas de tela, copas menstruales, calzones absorbentes y esponjas marinas menstruales son muy útiles para hacer frente a la pobreza menstrual y en el proceso de recolectarnos con nuestros cuerpos, entre nosotras y con la naturaleza, considerando que las toallas higiénicas y tampones tradiciones contienen muchos elementos tóxicos para nuestra salud, y la cantidad de basura que producen, en promedio 2066 kilos de desechos de higiene menstrual por mujer en su vida.
Hace unos pocos años esta nueva realidad y preocupación por buscar alternativas sustentables a los productos disponibles en el mercado, mayor acceso a la información y la multiplicación de espacios de encuentro de mujeres y formación feminista constituyen avances fundamentales en superar estos silencios y conocernos, reconocer que la libre menstruación es nuestro derecho y movilizarnos como podamos para lograr cambios.